viernes, 7 de diciembre de 2012

Corazones apagados.

Golpes. Toses. Descuidos.
Sin saber como acabamos sentados allí, respiración frente a respiración, mientras el aroma de tus ojos se penetraba hasta lo más hondo de un triste alguna vez habitado corazón.
No susurraste más mentiras, pretendiendo callar verdades por posibles daños que pudieran provocar, precavido de no tocar todo lo dejado atrás.
Me agarraste de la mano de una forma algo tensa, dejando entrever lo angustioso de esa aparente calma que no hacía más que inundarnos una y otra vez.
Y mientras el silencio no hacía más que acompañar nuestros asincopados latidos, sonó el timbre.
Dispuesta a levantarme me coloqué la chaqueta y salí a abrir la puerta. Con la mirada triste me seguiste entre las sombras que se perfilaban en el recibidor a causa de la barandilla de la escalera de caracol que tantas y tantas veces habíamos recorrido de arriba y abajo por el ajetreo de la adrenalina en vena, a hurtadillas como un gran secreto.
Ya no había secreto, ni éxtasis, ni el conjunto de tonterías capaces de callar tanto dolor.
Abro la puerta y una pequeña ráfaga de viento capaz de calarme hasta los huesos me recuerda que ahí sigues, que estás detrás de mi, y aún con la puerta abierta sé que no puedo salir.
Es mas sencillo de lo que parece, me miras y asientes. Ya está, es así.
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